Más leyendas sobre Big Sid
Más leyendas sobre Big Sid
PUBLICACIONES , Publicado el 19 de diciembre de 2021
Escrito en la primavera de 2019
Primera parte.
Aunque era marzo, el invierno aun pegaba fuerte. La Vincati todavía estaba inaccesible, cubierta con mantas en el garaje. Empezaba a pensar en cuando volvería a sacar a Polly y plantarme con ella ante Vincent para mostrarle, de forma oficial, una de las motos legendarias que construyó su abuelo.
La buena acogida de la Vincati entre los fans de Vincent le dio a Sid un nuevo empujón vital y, en muy poco tiempo, nos vimos de nuevo hasta arriba de trabajos de restauración. Y nos vino muy bien tanto trabajo. Mi sueldo en la Universidad de Louisville se había estancado y el nuevo impulso económico me forzó a centrarme aun más en trabajar con Sid.
Una noche, poco después de que Sid y yo volviésemos de la carretera con otra Vincent para reparar en el furgón, tuve una discusión muy fuerte con Martha, que me dijo que no era feliz. O quizás fui yo quien empezó aquello. Tal vez, aquella noche, fui yo el primero que dijo que no era feliz. En cualquier caso, pronto estuvimos, a turnos, explicándonoslo el uno al otro.
No mucho después de aquel intercambio de pareceres, Martha sacó a Lucy por la puerta de casa para no volver jamás al que había sido nuestro hogar. En aquel vacío sus últimas palabras me poseían. ¿Nunca habíamos estado enamorados? Quizá tuviese razón. Pero aun no estaba seguro. Y entonces, una mañana, sentado en mi mesa en el despacho del campus, mientras revisaba una remesa de trabajos de mis alumnos, rezando porque el trabajo duro me concediese un momento de paz mental, una idea me golpeó con fuerza. Me recosté en el asiento y me di cuenta de que no podía decidir si Martha tenía o no razón por un simple motivo: porque yo no tenía ni idea de lo que era el amor. Quizás Martha lo sabía. Pero eso ya no era cosa mía. De súbito, acepté aquello cuando llegué a una pregunta crucial: ¿Qué es el amor? No tenía ni una pista.
Por pura coincidencia, había aceptado dar un curso de posgrado aquel verano. Una colega me sugirió que impartiese unas clases sobre teorías de la sexualidad. Y fue una buena sugerencia, que me permitió reflexionar mucho. Sentado en mi despacho pensando en el amor, me balanceaba en mi silla contemplando la pila de libros que estaba preparando para asignar a mis alumnos sobre aquel tema, y al mirarlos atentamente me di cuenta de algo que era a la vez sencillo y profundo. Como muchos intelectuales de mi generación, conocía el sexo de cabo a rabo. Podría dar clases sobre la invención de la sexualidad con los ojos cerrados. Pero no sabía nada sobre el amor. Ahora soy seguidor de Freud. Sé que hay más cosas en el cielo y la tierra de las que pueden explicarse unicamente con la razón. El pensamiento de Freud es tan acientífico como creer en la telepatía. Y, hasta entonces, yo había estado de acuerdo con Freud. Pero a partir de ahí, nunca más.
Solo cuando empecé a caminar, pasadas las puertas de la terminal de salidas del aeropuerto internacional, empecé a relajarme. Mirando a mi alrededor veía que la mayoría de la gente no eran americanos. Estaba volando a Europa; más allá de donde hacía tiempo se extendía el telón de acero. Notaba que incluso la vestimenta de muchas personas era diferente; incluso la nariz recuperaba su utilidad y registraba los olores de aquella humanidad. Y esta visión de la diversidad humana me hizo sentir como en casa, con una repentina sensación cálida de bienvenida inundándome el cuerpo. Respiré más relajado, mientras recortaba el paso para esquivar los carritos de equipajes, mirando las tiendas de recuerdos y los folletos en idiomas extraños. Puede que – no, seguro que sí – estuviese cometiendo una locura pero en aquel momento estaba empezando a vivir de nuevo y no me importaba lo que sucediese.
Al ver el anuncio de mi vuelo directo a Praga sentí una mezcla de certeza y calma. Estaba tomando la decisión correcta. Puede que todo resultase un error, que malgastase el viaje solo, deambulando por Praga, pero ahora al menos estaba seguro.
¿Qué sabía yo de Praga? Shakespeare sabía lo suficiente como para escribir su divertida plática sobre Praga en Noche de Reyes. Y eso era todo lo que sabía. Sentado en la sala de espera, medité sobre aquellas líneas de Noche de Reyes acerca del viejo ermitaño de Praga. Entonces no tenía ni idea de qué estaba hablando Shakespeare. Pero, ¿qué más daba? Simplemente estaba encantado de embarcar en aquel avión pensando en mi comedia favorita; en eso y en la idea de montar en una Ducati M900 por la bucólica campiña eslovaca.
Mi plan era sencillo. Elegante, incluso romántico, sin entrar en más detalles. Tenía un billete de avión para Praga, algo de dinero y una tarjeta de crédito. Eso era todo. Y tenía un nombre. Gabriela.
Ella había visto una foto de la Vincati en internet. En su primer comentario, Gabi escribió una frase corta. “La Vincati es muy bonita”. Eso fue todo. Le respondí y le pregunté si ella montaba en moto. Me respondió: “Mi montura es una Ducati Monster 900.”
Fue suficiente. Mas que suficiente, la verdad.
Así que le envié una solicitud de amistad en Facebook, y ella aceptó. Revisé con avidez su página pero no había muchos detalles personales. No daba ninguna ubicación y en todas las fotos tenía el casco y la equipación de moto puesta. Le gustaban las motos, estaba claro. Por fin reuní valor para escribirle y le dije “Eres un sueño”. Luego añadí que no quería despertarme. Y aun no tenía ni idea de qué idioma hablaba, ni de qué aspecto tenía, ni de cómo pensaba. Una parte de mí incluso dudaba de que la chica debajo del casco se dejara llamar así como estaba escrito: “Ducatka”. Así que terminé mi comentario suplicándole que me dijese al menos dónde vivía. En un impulso añadí que quería saberlo porque podría parar por allí a tomarnos un café.
Respondió que había puesto ya agua a hervir. Pero ninguna dirección. El comentario me enganchó y entonces le escribí que un hombre que construye una Vincati es apasionado e impulsivo, unas palabras con las que jamás me hubiese descrito a mí mismo en el pasado. Pero la experiencia de construir la Vincati me había cambiado. Antes nunca hubiese hecho lo que estaba a punto de hacer. En mi siguiente email le conté a la mujer misteriosa que en realidad no me importaba dónde viviese. Que me dijese un sitio, en cualquier parte del mundo, y que quedaríamos allí para tomar un café. Todo lo que tenía que hacer era elegir un sitio.
Finalmente, en respuesta a mi ofrecimiento, Gabi me reveló que vivía en Bratislava, Eslovaquia. A unos 6.400 kilómetros de Louisville. De repente, viajar hasta allí parecía tan ilógico como imprescindible. Ella respondió que prefería tomar el café en Praga.
Así que, mientras yo iba sentado en un avión de camino a la República Checa, Gabi dejaba su apartamento en mitad de la noche para conducir durante cuatro horas y reunirse conmigo a las 8:30 de la mañana en la enorme terminal del aeropuerto de un país vecino. Una vez que llegó con su Opel, se fue comprobando periódicamente su reloj, insegura de que todo aquello fuera una locura. ¿Debería quedarse? ¿Debería irse? A las 8:30 se decidió.
Después de recoger mi equipaje nos subimos al coche, y en un entrecortado inglés Gabriela me explicó que estábamos yendo de vuelta a Bratislava. Yo me acomodé en el asiento del copiloto y miré el paisaje intentando descubrir si yo habría vivido en Europa Central en una vida anterior. Tras quedarme amodorrado me desperté en una estación de servicio. Gabi estaba volviendo de la tienda de la gasolinera, con dos tazas de café. Salí del coche y nos lo bebimos de pie, mirándonos desde ambos lados del coche. “¿Te gusta?”, me preguntó ella.
Sonreí. “¿Éste es el café? ¿Y después me devuelves al aeropuerto?”
Me sonrió también, y me lanzó un brindis con el vaso. Yo no tenía ni idea de qué hacer después. Pero tampoco me importaba.
Después, aquella misma noche, en el apartamento-estudio de Gabriela, después de hacer el amor, le dije que Overtime Tina iba a ser suya. Era la Vincent de carreras de 600cc que Sid y yo construimos inmediatamente después de la Vincati. Ella lo aceptó con calma y sin inmutarse.
Aquel proyecto fue como la seda. Si con la Vincati, Sid y yo habíamos luchado duro, con Tina todo se desarrolló con suavidad y la terminamos del tirón. Para entonces ya me había asegurado el contrato de publicación del libro y, mientras escribía, Sid y yo construimos la Tina. No estuvo lista para la publicación de la edición en tapa dura de 2009, pero sí para la presentación de la edición de bolsillo en 2010, pude incluir una foto de ella y la noticia de que, pilotada por el incomparable Aaron Frank, entonces el editor de la revista Motorcyclist, Tina había logrado el primer récord de velocidad de Sid en Maxton durante la reunión de la East Coast Timing Association en septiembre de 2009, en una pista decrépita de una base militar de la época de la Segunda Guerra Mundial.
Cada vez que llevaba a Sid a competir, Sid terminaba recibiendo un aluvión de llamadas de sus amigos implorándole que no fuese. En total, competimos juntos cuatro veces y este fenómeno se dio siempre. Alguien solía sentir la premonición de que la moto iba a fallar o de que Sid iba a morir de algún modo simplemente por ir a competir. Aquello nunca le detuvo.
Aquel primer viaje a Maxton fue una sucesión de pequeños desastres: llegamos tardísimo, en una noche cerrada como boca de lobo, y al aparcar metí el remolque en un barrizal. Tuve que despertar a mi amigo Logan, desenganchamos el remolque del coche y entre los dos, a pulso, sacamos el tráiler del barro. Me sentí como si estuviésemos en una escena de los Monty Python en La Vida de Brian. Parecíamos esclavos ¡tirando de un carro romano por el barro! Al fin logramos sacar el tráiler de aquel lodazal. Llegamos hasta el coche empujando empapados en barro y volvimos a enganchar todo y a aparcar adecuadamente antes de irnos a dormir como unas tres horas, antes de volver a coger el coche para conducir hasta un aeródromo militar abandonado donde lanzaríamos un cuerpo humano y una moto por una pista de cemento.
Nunca olvidaré la expresión de Sid cuando vio su coche y el remolque a la luz del día. Parecía como si unos zombis cubiertos de barro le hubiesen atacado. Había huellas de manos marcadas por toda su preciosa, y anteriormente inmaculada, pintura plateada. Estaba literalmente rebozado en lodo.
“No preguntes. Te lo contaré luego, solo súbete al coche”, fue todo lo que le dije.
Sólo después de que hubiésemos arrancado y largado de allí, Sid me dijo: “No quiero saberlo. Si vivo para volver a casa, entonces me lo cuentas”.
Tina había completado el viaje sin novedad. Mirar aquella moto al llegar, mientras la sacábamos del remolque, fue encontrarse con la más genuina belleza. También sacamos la Vincati, solo por lucirla y dejar que Aaron Frank rodase con ella para hacer un reportaje. El intento de récord en Maxton era, en realidad, solo una excursión más dentro de todo un programa de promoción que había desarrollado para agrandar el recuerdo de una vida.
Aquel verano arrastré a Sid y a la Vincati por un rosario de eventos de motos grandes, incluidos los AMA Vintage Days en Mansfield, Ohio, donde emplazamos la Vincati en el stand del Hall of Fame y dimos una charleta por los altavoces a todo el circuito. También llevamos la moto a Burbank, California, donde el cómico y presentador televisivo Jay Leno rodó con la Vincati como parte de un reportaje para su show Jay Leno’s Garage. Luego exhibimos la moto en Pebble Beach el primer año en que se admitieron motos en lo que siempre había sido un concurso de solo coches. Inmediatamente después, llevamos a Tina a competir a North Carolina y logramos un récord. Echando la vista atrás en el tiempo, me asombro de lo mucho que logramos. Y a Sid le encantó cada uno de aquellos eventos a pesar de todos sus achaques.
Desde luego, el éxito de la pareja formada por la Vincati y la Tina transformó el aspecto del revival americano de las café racer inspirando a una nueva remesa de constructores jóvenes para que mirasen más allá de las Harley, y que llegasen a usar como base de sus creaciones motos europeas e incluso japonesas. La influencia de la Vincati fue aun más inmediata porque el revival chopper aun estaba en flor en 2006, cuando las creaciones de Peter Egan aparecieron por primera vez en Cycle World, primera revista americana de motos. Para mí, esta fase alcanzó su apogeo en 2011. Aquel año, Jeff Decker presentó su Vincent Bobber y después Ian Barry hizo debutar a su Black Falcon Vincent Special. Naturalmente, la influencia de Sid en ambas creaciones Vincent fue muy importante. El primer paseo de Jeff en una Vincent fue gracias a mí, cuando le ofrecí rodar con mi Black Shadow por el circuito de carreras de Road Atlanta. Ian Barry cogió un avión para visitarnos y rodar con todas las Vincents de Big Sid (y se grabó gran parte de aquel fin de semana) antes de empezar a trabajar en su Black Falcon. Dentro de la comunidad motorista, aquellas motos dejaron sin aliento a la escena durante toda una temporada.

Tina y Lola
La marca que dejó la Tina se ha mostrado bastante duradera, visto el cambio dentro del movimiento café racer hacia modelos de pequeña cilindrada. Durante años tuve claro el potencial de la monocilíndrica de Vincent para crear una fabulosa café racer. Luego, tras muchas noches de imaginación febril, por fin di forma a esas ideas: una monocilíndrica ligera de carreras de 600 cc. Mientras construía la Tina tenía en mente una visión, en realidad una alucinación, la de una mujer sexy que aparecería para pilotarla y ser mi amante. El producto terminado acabó haciendo realidad aquel deseo y, ¿de cuántas motos se puede decir algo así?
Como sabe cualquier piloto cazarécords, llegar a la reunión es solo el primer obstáculo. Tendríamos que pasar la inspección técnica antes de salir a lograr un récord para Sid. Cuando el juez me pidió que le mostrase el interruptor de apagado de emergencia le señalé el interruptor de corte negativo y el invento de pulsera que iba fijado a una grupilla. Tiré del pasador y corté el circuito de encendido: el montaje standard Pingle. El juez, un ágil señor mayor en pantalón corto y zapatillas de deporte, me miró con simpatía y me explicó que necesitaba montar un segundo interruptor, un interruptor de emergencia positivo, es decir, uno que se pudiese accionar sin soltar las manos del manillar. Y tenía razón: Sid y yo nunca pensamos en montar un interruptor de emergencia adecuado. El juez se iba a ver obligado a eliminar a Tina. Y Aaron no iba a tener la oportunidad de asegurar el récord para Sid.
Pero pensando rápido, de improviso, sorteé la catástrofe argumentando que la maneta de descompresión era el interruptor de corte de emergencia positivo de Tina. Una Vincent, como se podía ver, salía de fábrica sin otro interruptor de emergencia que la maneta de descompresión. Sid siempre montaba un pulsador de corte del encendido, pero prefería colocarlo en algún sitio discreto (como antirrobo). En el caso de la Tina el pequeño pulsador iba escondido tras la batería e integrado en el cajetín del fusible. Pero no se podía alcanzar sin soltar la mano del manillar. Sin embargo, podías accionar la maneta de descompresión con ambas manos en los puños.
Para que lo viese el juez, arranqué la moto y Aaron Frank la apagó apretando aquella maneta.
Y con eso nos dieron el aprobado para correr.
De vuelta a nuestro pit, por fin pudimos relajarnos sabiendo que competiríamos. De nuevo, solo un piloto entiende que la carrera no es la causa del estrés. El estrés rodea toda la competición. Correr es el momento de calma.
Mientras trabajaba con Aaron y Logan preparando la carrera, Sid pasó el rato recogiendo piedras esparcidas por la superficie de la pista, muchas dos o tres veces más grandes que una bola de golf. En el briefing de pilotos me quedé pálido al escuchar al responsable de la ECTA, Keith Turk, advertir a los competidores de que se preparasen para un ligero bache al entrar en la zona cronometrada de la pista, a unos 1.200 metros de la línea de salida. Si ese bache te cogía desprevenido podías golpearte con el depósito en la barbilla. Un piloto preguntó entonces qué árbol había causado la muerte de un desgraciado piloto en la reunión anterior que, por algún motivo, no había parado a tiempo y voló hasta el final de la pista adentrándose en el bosque a toda velocidad. Keith rehusó responder.
Cuando permití que Aaron me embaucase para este viaje todavía soñaba con que si tenía suficiente promoción, de algún modo, resucitaría mi libro y lo impulsaría a la lista de bestsellers. Pero cuando íbamos andando despacio, conduciendo a Tina hacia la zona de salida, donde el comisario te daba pasavante, ya había perdido mis esperanzas de ello. Si me preguntasen por qué había arrastrado a Sid cientos de millas a su avanzada edad para que viese a un casi desconocido volar con una de sus Vincents, no creo que hubiese podido ofrecer una explicación coherente. Y no es que eso me hubiese importado en aquella fría mañana de septiembre. Lo estábamos haciendo solo por la experiencia. Como escritor, vivo en un mundo subjetivo. Correr no era subjetivo. La ficha de cronometraje te dice a qué velocidad has ido y eso es un hecho incontestable tanto si te da para establecer un récord como si no.
La competición es uno de esos asuntos que se viven como largos plazos de anticipación interrumpidos por breves subidones de adrenalina. Al final, ya estaba yo allí, de pie junto a Aaron, mientras él, a horcajadas sobre la moto, esperaba que el comisario le indicase con un gesto que podía salir. Mi colega Logan se encargaba de la silla de ruedas de Sid, que ya no podía ni permanecer levantado ni caminar la larga distancia hasta la zona de espera.
De una patada seca, puse en marcha a Tina. Aaron no necesitaba instrucciones, aunque entonces, en el último minuto, Sid resucitó gritándole: “¡No dudes, si notas que la moto va bien, sácale todo lo que tenga!”. Aaron sonrió de oreja a oreja ante las palabras de ánimo de Sid y, en el siguiente instante, escuchamos el bufido agudo de la monocilíndrica atravesando la planicie fría bajo aquel cielo otoñal.
Unos segundos después, escuchamos cómo se perdía en la lejanía aquel sonido. Entonces volvimos a nuestro box para esperar el regreso de Aaron y enterarnos del resultado. Volvió con un comprobante en la mano que indicaba 161 kms/h: un buen comienzo para una monocilíndrica de 60 años y suficiente para que el nombre de Sid apareciese, por fin, ¡en el libro de los récords!
Sid y yo cambiamos los chiclés por otros más pequeños y enviamos a Aaron a rodar otra vez, alcanzando los 169 kms/h, superando su propia marca. Pero cuando Aaron venía despacio para detenerse delante de Sid, accionó la maneta de descompresión para apagar el motor y, justo en ese momento, escuchamos que el motor emitía un ¡pow! raro. Sid y yo intercambiamos miradas. Se lo pensó un momento y me dijo, “comprueba la válvula de escape”. Una vez que desatornillé la tapa de inspección, descubrí al culpable. El motor había escupido un empujador y se había agarrotado.
Miré a Sid y él me miró. Su expresión me decía: ¿Qué vas a hacer?
“¿Podemos arreglarlo?”
Su cara se cubrió con ese fruncido de cejas que ponía siempre que mi incapacidad mecánica le decepcionaba.
“Ya se nos terminó el día, hijo”.
“¿De verdad?”
“Míralo. Está agarrado. Vamos a tener que levantar la culata”.
“¿Estás de broma?”
Sid solo tuvo que mirarme y su mirada lo decía todo: ¿Quién fue el que quiso competir? Esto es lo que pasa cuando compites. Corres hasta que rompes. Esto es la competición de verdad.
De todas formas estaba entusiasmado. Habíamos establecido un récord y lo habíamos vuelto a batir. Lo del vástago expulsado era solo mala suerte. Era fácil de reparar aunque tenía su curro. Ahora tocaba recoger y buscar algo de comer y celebrarlo y sentarnos juntos y charlar.
Y así de simple, Maxton había sido un éxito. Y estaba deseando más.
Al correrse la voz de que Big Sid estaba allí, nada menos que compitiendo con una Vincent, nuestro pit se llenó de competidores y amigos que querían conocer a la leyenda viviente. No se me había ocurrido llevar ejemplares de mi biografía pero, por suerte, en una tienda cercana de todo a un dólar, tenían un montón.
Un corredor se había comprado un libro en la tienda de la ciudad el día anterior de camino a la pista y se lo estaba leyendo aquella mañana, sentado en su silla, cuando se puso a mirar hasta que localizó una Vincent. Miró y remiró para cerciorarse. Mostró en alto el libro, yo le vi y le saludé con la mano. Más tarde, aquel tipo llamó por teléfono a un amigo que aun no había llegado para que parase en la tienda y comprase todas las copias disponibles. Según anocheció y se acabó la competición, teníamos una cola de tíos esperando a que Sid les firmase su ejemplar.
A pesar de haber acabado en la sección de ofertas, me enteré unos meses después que iba a publicarse una edición de tapas blandas. Por un momento me sentí feliz. ¡Otra edición! Esta vez el editor quería una foto de cubierta más llamativa y le facilité una de Sid y yo sentados en el garaje. Así que Tina apareció en el libro y como pie de foto escribí «promesa cumplida». Motor y chasis otra vez juntos.