Pulsa ENTER para buscar o ESC para salir

Inicio » Actualidad » Más leyendas sobre Big Sid: La Leyenda de Tina

Más leyendas sobre Big Sid: La Leyenda de Tina

Segunda parte. La leyenda de Tina

La primera vez que volé a Bratislava para estar con Gabriela fue más o menos un año después de lo de Maxton. No me anduve con chiquitas; cuando le regalé la Tina, le estaba dando una máquina de récord. La segunda visita fue por el día de San Valentín. En lo alto de un restaurante que llaman el OVNI – una torre sobre el Danubio – le pedí que viniese a América y compitiese con Vincents en el lago de sal, tal como se veía en la película de Burt Munro, The World’s Fastest Indian. Vio aquella película un montón de veces, y con muchas veces quiero decir varias veces al día a parones cuando limpiaba, comía, navegaba en internet… Así que Anthony Hopkins en su papel de Burt Munro fue su balcón a América. Ahora yo era el que le ofrecía vivir su sueño. Era algo, suficiente, o al menos eso me pareció.

La última noche por fin accedió aunque, mientras yo hacia las maletas, ella se quedó de pie en la terraza bebiendo Oporto, repitiendo sin parar con su inglés cacofónico que tenía miedo y que todo saldría mal.

A mi regreso, le dije a Sid que tenía planes nuevos para la bicilíndrica a la que íbamos a llamar Lola, en muchos aspectos la más gratificante de las motos que construimos juntos. Para mí, Lola tenía la apetecible silueta de una Vincent desnuda. Constructores jóvenes como Jeff Decker y Ian Barry estaban consiguiendo looks similares pero, cuando Big Sid lo hizo, el resultado, sencillamente, supuraba autenticidad, ya que Sid era parte de la generación que había creado aquel estilo creado para rodar, y no por postureo. Además de haber impulsado el revival café racer con la Vincati, Big Sia lo había vuelto a impulsar con una declaración de principios aun más radical, con un verdadero regreso a las raíces. Una vez más, el 2011 fue cumbre con la Special de Decker, la Special de Barry y con Lola. La elegante Vincati, la sexy Tina, la impactante Lola: estas fueron las tres motos que construí con mi padre, una trinidad que aglutinaba el alma de Big Sid.

 

Lola llegó, como solían llegarle a Sid las Vincents, del modo más sorprendente. Recibió una llamada de un antiguo cliente, Keith Hazelton, que hacía meses había comprado la moto de carreras de fábrica Gunga Din; sí, la misma moto que había inspirado a Sid en la construcción de su propia Vincent dragster. Sid ayudó a Keith en la restauración, aunque aquel proyecto estuvo parado durante décadas en su fase de montaje. En ese momento Keith se enfrentaba al pago de impuestos atrasados y no le quedaba más remedio que darle vida a la Gunga Din, una moto que valoraba en torno a un cuarto de millón.

“¿Qué tal si te consigo un comprador por esa cantidad de dinero?”, le preguntó Sid.

“Te podrías quedar mi Rapide”, le respondió Keith.

Tras unos días de idas y venidas telefónicas, Sid cerró el trato y unos días después me fui de viaje con mi padre a recoger nuestra comisión como intermediarios: la Rapide de Keith. Fue otro de esos memorables momentos de viaje con charlas y libertad; esta vez a la ciudad del viento: “sweet home Chicago”. La Gunga ya la habían recogido, así que todo lo que tuve que hacer fue llevarme las piezas de la Rapide, una moto que había quedado guardada en cajas en el sótano. Keith era fumador compulsivo y su marca de tabaco favorita era Parliament así que todo el piecerío había sido depositado con cuidado dentro de cajas azules y blancas de Parliament. No sé cómo conseguí meter toda la moto dentro de la “Marquesa” (nuestra furgoneta) y llevármela a casa.

 

El plan inicial era sencillo: íbamos a construir la moto de Keith como una Rapide de carretera y venderla. Pero ahora, tras mi regreso de Eslovaquia, había ideado una versión distinta gracias a mi recién encontrado amor y su inspiración. Le expliqué a Sid que antes de vender esa moto construiríamos una moto de carreras para Bonneville y la llevaríamos a los Salt Flats para intentar lograr el récord que siempre se le había resistido.

“Estás loco”, fue todo lo que me dijo.

No le rebatí. Solo dije, “Ya lo verás”.

Sid se rió.

Pero las cosas eran ya muy distintas de cuando empezamos nuestra asociación en el hospital con el sueño de la Vincati. Ahora yo llevaba ya casi una década trabajando con él en las Vincents. Así que sabía cómo construir esa moto. Y el hecho de decidir hacerla como una moto de competición mega-aligerada al modo de la moto dragster de Sid, la Rattler, aceleró la cosa. Sid y yo nos hicimos a la idea de que aquello era una locura y de que nunca iríamos a Bonneville pero sería divertido construir la Lola como una cazarécords; incluso aunque solo fuese para venderla. No había necesidad de montar generador ni sistema eléctrico. Decidimos guardar el exquisitamente repintado depósito de gasolina y, en su lugar, montamos el tanque de una BSA Scrambler recortado y modificado para aligerar y tener más fácil acceso a los carburadores.

Por otra parte, ya sabíamos de que iba todo antes de tomar la decisión de transformar la moto en una de carreras. Y lo más importante, ya habíamos conseguido que nuestro colega y amigo Steve Hamel reconstruyera la parte baja del motor y adaptase los cárteres del cigüeñal. Como Sid decía siempre, en lo que respecta a prestaciones todo empieza con la parte inferior del motor; y eso suponía que la velocidad máxima de esta moto ya tenía sus limitaciones de nacimiento.

Había competido con Sid en Maxton en plan profesional y esa experiencia me había aportado un profundo conocimiento sobre mi padre. Era una persona realista de enorme sangre fría. Él no competía para batir a otros. Veía las carreras como un reto para extraer el máximo potencial de la moto. Si la ficha técnica decía que su velocidad máxima probable era de 210 kms/h, entonces era una idiotez tomar decisiones con la fantasía de que podría llegar a 240 kms/h. Como tuner de los buenos que él era, entendía que su objetivo era desarrollar una moto que, si en teoría podía alcanzar los 210, lograse concederte un comprobante de cronometraje en el que apareciese la cifra de 210. Si al final sacabas una marca de 185 kms/h estaría bastante bien y si te pasaban una nota de 200 kms/h estaría aun mejor.

Según se acercaba el verano fui entendiendo la idea general de Sid y adhiriéndome a ella. Gabriela iba a venir e íbamos a competir pero, seguramente, no para establecer ningún récord. Iríamos por la experiencia, por vivir el sueño de Sid, como tantos otros motoristas de todo el mundo.

Una vez que puse las notas del semestre de primavera de 2011, volqué toda mi energía en construir nuestra Vincent de carreras. Sid estaba sorprendido de mi repentino impulso. Después de cenar instalaba a Sid en su sillón comiendo algo y viendo algún programa interesante en la tele. Luego me volvía al garaje y retomaba el trabajo en nuestro bólido. Una noche, Sid me dijo: “¿De vuelta a otra cita con tu dama?”

Sin pensarlo, contesté: “¿Con quién?” ¿Con Late Night Lola?”

Me dijo “¿Lo que Lola quiere, Lola lo consigue?”

Sonreí y asentí. Y así fue como Lola quedó bautizada como Lola. Ya en el garaje, pensaba a menudo en las oscuras motivaciones tras los nombres que habíamos dado a nuestras motos. La monocilíndrica a la que había bautizado Overtime (horas extras) Tina recibió su nombre porque tenía la sensación de que la Vincati había sido el trabajo principal. Ahora ya habíamos dejado atrás aquello y también las horas extras. Estábamos en “el turno de noche”. Sid siempre había dramatizado con su edad y le encantaba presentarse a sí mismo como alguien a las puertas de la muerte pero, según pasaban los días, su declive saltaba a la vista. Cada vez caminaba más encorvado, como un signo de interrogación. Arrastraba los pies al caminar, sin apenas levantarlos del suelo. Tenía que alzarlo ayudándome de su cinturón cada vez que cometía el error de usar una silla demasiado baja o emplear unos cojines demasiado blandos que le hacían hundirse en el sillón. Una vez más me sentía atado a él pero, al mismo tiempo, veía que nos íbamos implicando en algo extraordinario.

 

Pronto llegó Gabi y me lancé con todo mi ser a la fantasía de amar a esta mujer. En su primera noche en América fuimos andando al Kroger Supermarket. Aun no había desecho el equipaje pero me insistió en visitar la farmacia inmediatamente. No fue sorprendente que estuviésemos frente a la balda de los tests de embarazo. Quedamos en que lo intentaríamos y ella no perdió el tiempo en esta cuestión. Teníamos 90 días. Simultáneamente, si yo iba a rendirme a su fantasía ella tendría que acatar la mía: cumpliríamos juntos con mi voto de competir con las Vincents en Bonneville Salt Flats antes de que ella volviese a Europa en septiembre.

Aquellos tres meses fueron de vida intensa. Toda aquella experiencia hoy me resulta algo milagroso. Yo estaba enamorado y nos habíamos lanzado a vivirlo. Todos los sueños que tuve de escribir un bestseller sobre la Vincati de Big Sid quedaban ya en nuestro retrovisor para cuando Sid y yo trabajábamos en el garaje preparando nuestro bólido para el lago salado. Ir a Bonneville no iba a suponer ninguna resurrección de mi libro, que ya pertenecía al pasado. Pero aquello no nos detendría. Al igual que yo, Sid se estaba divirtiendo y tampoco le importaba, aunque en su caso su despreocupación procedía de su firme convicción de que su sueño en la pista de sal no iba a cumplirse del mismo modo que le había sucedido tantas veces en el pasado. Yo tenía mis dudas pero también confiaba: ese agosto iríamos allí.

No creo que Sid se lo creyese del todo hasta la misma mañana que salimos para Utah. Para ser más concreto, no se lo creyó de verdad hasta que la furgoneta estuvo arrancada y yo me metí al garaje a buscar un taco de madera del tamaño adecuado para hacer de peldaño y ayudar a Sid a subir y bajar de la furgoneta durante el viaje. Una vez que le instalé en el asiento del copiloto, coloqué el bloque de madera en el suelo tras sus piernas y fui a cerrar la puerta, vi en los ojos de mi padre que ya se había hecho a la idea: estábamos a punto de salir para el lago salado. Como colofón, un grupo de motoristas locales nos sorprendió escoltándonos a la salida de la ciudad, igual que en la película de “La Indian mas rápida del mundo”.

 

Y para entonces el plan original había pasado por varias transformaciones. Una vez que me puse serio y empecé a investigar por mi cuenta, pensé que inscribiríamos nuestra moto en la categoría “corre con lo que traigas”, que técnicamente no estaba pensada para batir récords. Era el nivel más bajo de participación y solo te permitía hacer cuatro pasadas en un sentido y recoger tus certificaciones de cronometraje. Pero eso no sería cumplir con Gabi. Ella se obstinaba en que, si había hecho todo el viaje desde Eslovaquia, era para lograr un récord incluso si eso suponía que – como había destacado Sid – resultábamos demasiado lentos como para batir récord alguno aun logrando alcanzar la prestación máxima esperable de nuestra máquina. Gabi me tenía encandilado y no quería ni oír hablar de renunciar a nada. También se mostró firme en que también llevásemos su moto, la Tina.

Sid no encontró fuerzas para oponerse a las demandas de Gabi, así que a solo dos semanas del evento, por fin, llamé a Dennis Manning, el organizador, para inscribirme. Cuando me preguntó en qué categorías íbamos a competir le dije que para nuestra Tina monocilíndrica sabía que se trataba de una VG-M/650 (esto es Vintage Gas Modified 650cc) porque era la categoría en la que habíamos entrado en North Carolina. Pero no estaba seguro de en que categoría inscribir a la Lola.

“Bueno”, dijo Dennis. “¿Es de serie?”

“No. Depósito, escapes, embrague y aletas no son de serie”.

“¿Habéis modificado el chasis?”

“No”.

“OK, así que competiréis en la categoría Modified (modificadas) de 1000cc. Vintage. Gasolina. ¿Algún carenado?”

Sid había conseguido un pequeño carenado tipo bikini enviado desde Australia por un colega que estaba teniendo una buena dosis de éxito con las que él llamaba “sus Irving-Vincents”.

“Sí. Un pequeño cortavientos”.

“Así que carenado parcial. Tu categoría es VG-MPS/1000”.

“Vale, apúntanos”.

“He estado oyendo que Sid de verdad que viene este año. Ya era hora de que llamaras”, bromeó Dennis. Después de pasarle mi tarjeta de crédito para el pago, le pregunté:

“Así que, ¿qué récord es el que tenemos que batir?”

Después de un momento consultándolo, dijo: “¡Vaya! Lola corre en una categoría tipo open”.

“¿Y eso qué significa?”

Se rió. “Que no hay un récord establecido en esa categoría”.

Y luego añadió. “Tina va a tener que pasar de 150 kms/h”.

Le dije que ya habíamos superado los 161 y 169 en Maxton antes que la vomitona de un empujador nos obligase a retirarnos.

“Bueno, eso pinta bien. Pero estamos a una altitud de 1.300 metros en Bonneville y, por supuesto, está la sal y sus pequeños duendes con los que tendréis que lidiar”.

Después de colgar empecé a digerir aquella historia de los gremlins de la sal.

En agosto, después de un duro día de trabajo preparándonos para Bonneville, me senté junto a Gabi ante su ordenador. Su inglés estaba mejorando pero prefería teclear en eslovaco y usar el traductor de Google. Me acerqué y leí: tenía una buena noticia. Entonces me enseñó el palito del predictor. Le ayudé a descifrar las instrucciones en inglés para confirmar lo que ella ya había deducido: el palito marcaba “concepción”.

Me observó mientras yo digería la noticia. Los dos pasábamos de los 40 años. Si todo salía bien, íbamos a ser padres.

“¿Estás contento?”, tecleó.

“Sí, lo estoy”, escribí. Muy contento.

 

Al momento, Gabi receló de la idea de ir a Bonneville. Estaba aterrorizada con que pudiese malograr su embarazo. Dada su edad, sabía que había motivos para temer un aborto. Le hice ver que podría simplemente quedarse en el hotel mientras nosotros competíamos. Le aseguré que podría moverse como quisiera durante las carreras. Siempre la consideré y traté como la capitana del equipo y nos hacíamos llamar “Race Team Gabi”. Tras muchas dudas, Gabi aceptó montar en la furgoneta y nos fuimos. Para nosotros todo el viaje resultó mucho más difícil debido al secreto de Gabi. Solo ella y yo sabíamos que iba con nosotros un niño a Bonneville.

 

En Antonio y Cleopatra, Shakespeare se mete en un verdadero lío. Prepara una escena muy realista sobre una batalla naval: Actium. Actualmente, con la animación por ordenador, diría que semejante reto imaginativo se podría superar pero, para Shakespeare, en su época, su tragedia desarrollaba una historia que resultaba difícil de representar en el teatro Globe. Como ya sabía desde el principio, mi libro sobre la Vincati de Big Sid tenía su propio Actium: el lago salado de Bonneville. Todo estaba estructurado en torno al hecho de que Sid había soñado con ir a batir récords a la planicie de sal pero probablemente moriría sin haber llevado a cabo su sueño. Había peleado con este fallo a lo largo de toda la biografía que había escrito. Y ahora que el libro había fracasado en ventas, Sid y yo, de repente, nos íbamos a Bonneville. Vi muy clara la ironía del destino en este giro de los acontecimientos.

Siempre me preguntaré cómo hubiesen sido nuestras vidas si, de alguna manera, hubiésemos hecho aquel viaje a Bonneville antes. En cualquier caso, de súbito, pude experimentar algo interesante respecto a ser biógrafo. Toda la historia que había contado anteriormente iba, en cierto modo, a reescribirse en Bonneville.