Más leyendas sobre Big Sid: La Leyenda de Tina (y 3)
Más leyendas sobre Big Sid: La Leyenda de Tina (y 3)
NOTICIAS , Publicado el 09 de enero de 2022
Tercera parte. La leyenda de Tina (y 3)
En lo que respecta a mi esposa, le encanta decir que es mi amuleto de la suerte porque nada hubiese sucedido si ella no hubiese venido a América. Y además Gabriela pudo formar parte de la leyenda de Big Sid. A pesar de sus temores respecto a nuestro hijo, al final hizo el viaje y estuvo al lado de Sid la mayor parte del tiempo, atendiendo a sus necesidades mientras yo reparaba dos Vincents antiguas en circunstancias infernales: bajo un sol abrasador, con repentinas ráfagas de viento animadas por breves pero intensas tormentas que provocaban rociones de sal que se sentían como alfileres en la piel.
En algún párrafo de El paraíso perdido, John Milton debería haber escrito que las primeras competiciones de velocidad tuvieron lugar en el infierno, en una amplia zona que el mismo Belcebú había aplanado, y que ahora a ese lugar lo llaman Bonneville.
Cuando llegamos al lago salado, detuve la furgoneta en busca de un pit para instalarnos.
El primer día, la bobina de encendido de Tina falló en el tramo desde la zona de espera del circuito hasta la línea de salida. Los duendes de la sal. Después de Maxton, Sid y yo habíamos transformado la Tina en una moto de carretera y me había hecho unos cuantos miles de kilómetros con ella, a menudo a buena velocidad por la interestatal y sin problema eléctrico alguno. La habíamos hecho rodar a tope como dos kilómetros (dos veces) en Maxton pero, aparte de eso, Tina no había ido con el gas a tope en nueve kilómetros nunca. Solo haces algo así en un sitio como Bonneville. Y la bobina de Tina falló, aunque del modo más frustrante: después de dejar reposar el motor unas cuantas horas y enfriarse, el encendido volvió a funcionar y la moto debería resultar manejable hasta que ocurriese la siguiente avería. ¿Y todo por qué? Como decía yo, por los gremlins de la sal.
Así que, en aquel decepcionante día, retiramos a Tina y preparamos a Lola para la carrera. Nos las arreglamos bien. Después, aquella misma tarde, alcanzamos los 185 kms/h y al hacer el cambio con Logan nos informó de que a 201 kms/h Lola perdía potencia y que tuvo que cortar gas cuando ya iba pasando por las luces de marca del tramo cronometrado. En el otro extremo de la pista quedó convencido de que los chiclés no eran los adecuados y que la mezcla era demasiado rica.
Sid había preparado los chiclés de modo muy conservador y yo , por mi inexperiencia, había planeado cambiarlos durante la competición. Más tarde, Dennis Manning me dijo que debería haberle llamado antes. El cree que casi siempre se corre más rápido justo tras bajar la moto del remolque y que hay que llegar con el chiclé correctamente preparado para el éxito. En cualquier caso, resultó que cuando parecía que íbamos a poder darles una toma de récord a los chicos del equipo de rodaje en nuestro primer día, Logan no pudo completar el largo de vuelta. Sin el largo de vuelta no se puede obtener un récord, pues este se logra a partir de la media de los dos sentidos para descontar el factor viento. Lola estaba programada como la última moto en salir. Y entonces nuestra salida se canceló con Logan ya en la línea de salida y el motor en marcha. Yo aun estaba en mitad del circuito cuando escuché que anunciaban por el walkie talkie que había una moto errante en pista y se eliminó nuestra salida y el día de competición terminó. Y así de simple, nuestra ocasión de lograr un récord se esfumó.
A la mañana siguiente me despedí de mi esposa embarazada y de mi padre que estaba quemado por el sol y me largué con Aaron y Logan. Nos encontramos con los del rodaje e hicimos una entrevista, en la que me volqué especialmente en explicar la diferencia entre los días malos y lo que delante de la cámara llamé “días malos malos”. Solo habíamos tenido un mal día y nada más. Entonces Logan salió a rodar y aseguró nuestro récord con dos pasadas a 175,5 kms/h. Lograr el récord fue todo un alivio. Pero tenía que afrontar el hecho de que íbamos marcha atrás en cuanto a prestaciones y no quería volver a competir sin Sid presente que me pudiese ayudar en el diagnóstico de los problemas de ambas motos.
No descubrimos el culpable de las menguantes capacidades de Lola hasta que la abrimos para certificar el récord. Entonces Sid se dio cuenta de que los empujadores se iban separando y, según perdían longitud útil, las válvulas avanzaban cada vez menos recorrido dentro de la culata, de modo que se obtenía menos potencia con una caída en la velocidad que iba de 185 a 177 y a 174 kms/h. No se nos ocurrió llevarnos un juego completo de empujadores y, así, con la moto abierta y ya pasada la certificación, no tuvimos más opción que darla por bien empleada y pasamos a centrar nuestra atención en conseguir un segundo récord con Tina.
Gabi, Logan y Sid estuvieron presentes, todos, en la certificación del récord de Lola. No era la velocidad con la que habíamos soñado pero de todas formas era un récord. Tras las fotos de rigor, Sid y Gabi se volvieron con Logan y me encontré solo sobre la sal de Bonneville con la tarea de tener que volver a montar un bólido de récord. En las horas que me llevó reatornillar a Lola me fundí con el ambiente. Trabajé bajo un sol abrasador, en una playa de sal blanca, dándole vueltas a la cabeza en silencio mientras mi familia dormía en el hotel del casino. Los problemas con los que me había peleado toda mi vida parecían desvanecerse. Sentí un alivio enorme. Aunque pareciese pequeño al mirar atrás, un gran acto de mi vida había llegado a su terminación. Aquello era el final de algo.
Con Tina experimenté la clásica historia del competidor; tus carreras de récord nunca son tus salidas más rápidas. Aaron Frank pilotó la Tina hasta una impresionante marca de 178,5 kms/h la mañana siguiente. Una vez más la moto falló, esta vez en el paseo de vuelta a la zona cerrada. Acabábamos de enterarnos de que una BSA 650 había batido el récord anterior de 150 kms/h llevándolo a los 187 kms/h. Aaron tuvo claro que no había motivo para guardar la moto en el parque cerrado porque estaba rodando en ese momento a favor del viento y no iba a haber modo de poder batir aquel récord haciendo una media en dos pasadas. Así que llevamos la moto hacia los pits para intentar descubrir dónde se habían escondido los duendes de la sal que habían poseído a Tina. Sid estaba ahora evaluando que quizás no era la bobina, sino que el fallo de encendido era debido a la expansión del pistón que golpearía las bujías. Pero la inspección que hicimos descartó aquello. Estábamos otra vez luchando contra los gremlins salinos.
Al día siguiente Aaron anunció que la historia que estaba escribiendo había cambiado y que yo pilotaría a Tina y ese sería el gancho. Y quizás eso fue lo que creó este capítulo; ya que en aquel momento asentí y realicé una salida con Tina que sería mi debut en competición. Retiramos el pequeño carenado de Lola y lo montamos en nuestra monocilíndrica y cambiamos de categoría yendo a la de carenado parcial. Habíamos oído que los del equipo BSA estaban intentando adquirir un pequeño carenado para hacer el mismo cambio. El récord en esa categoría estaba en 159 kms/h. Así que tenía mis opciones. Pero, desgraciadamente, tendría que pasar por la misma experiencia del fallo de encendido; solo que con un piloto distinto. ¡Y qué carrera fue aquella! Una vivencia cumbre. Recuerdo el inmenso cielo azul, el sol abrasador, el calor que emanaba de aquella vasta extensión salina; una playa de sal que te deslumbraba. Estas comprimido sobre la moto tanto como puedes cuando la moto despega como un tiro y solo escuchas la agradable nota del escape que suena como un aplauso atronador justo a tu espalda.
Una vez más establecimos un récord: yo había alcanzado los 162.5 kms/h, 5 kms/h mejor que la marca existente. Pero ya se estaba haciendo tarde y, aunque lo intentamos, la moto estaba aun demasiado caliente para arrancar cuando cerraron la pista al finalizar la jornada. Logan y yo nos tragamos las lágrimas cuando nos vimos forzados a aceptar el hecho de que ya no teníamos ocasión de establecer un segundo récord porque otra vez no nos daba tiempo.
Solo cuando estábamos recogiendo para irnos a casa, Aaron Frank comentó que, si hubiésemos hecho una pasada al comienzo del día y luego la hubiésemos dejado enfriar todo el día antes de hacer la pasada de vuelta, podríamos habernos asegurado un segundo récord. Y tenía razón. Pero era nuestra primera vez en Bonneville y éramos novatos respecto a los gremlins de la sal y todo lo demás. A pesar de ser unos pardillos nos hicimos con un récord, uno que se mantendría dos años, y conseguimos una velocidad aun más rápida con nuestra monocilíndrica de 600 cc (que es un 40% menos de cilindrada) pero no pudimos hacernos con un crono de récord debido a un encendido defectuoso. Nos fuimos de allí con dos historias maravillosas y con mi hijo creciendo en el vientre de su madre.
Por fin, llegó el día de la despedida.
Mientras Gabi y yo decíamos adiós a Sid, mi esposa insistía en que pronto volveríamos a estar reunidos, pero podía leer en la mirada de mi padre: seguía convencido de que nunca volvería. Había expresado el mismo temor después de Bonneville. Entonces no sabía que estaría para sostener en sus brazos a su nieto. Gabi, aun más discreta que yo, me había hecho jurar que guardaría el secreto. Durante nuestro último paseo romántico por mi aburrido barrio de Louisville, retiró su mano de mi costado. Y luego la movió en el aire como si estuviese acunando a su recién nacido. “¿Díselo solo a Sid de momento? ¿Me entiendes?”
“Ano”. (Sí)
“Nie teraz” (No ahora). Se acarició el vientre.
“Ano”. (Sí) No se lo contaré a nadie hasta que el niño haya nacido.
Yo no sabía que me casaría el 17 de febrero en Kotesova, Eslovaquia. Después de que naciese Vincent en abril, Gabi obtuvo su Green Card y regresó con su hijo en noviembre. Seis meses después volvió a marcharse con Vincent para pasar el verano en Eslovaquia.
Me pregunté si sería capaz de soportar el ritual de antes de la partida de Vincent. El niño parecía más interesado en una cámara rota que acababa de encontrar. Antes de nuestra despedida final nos paramos un momento para verle jugar mientras deslizaba un cajita negra de plástico por la alfombra e imitaba el sonido de un coche. Sid sonrió nostálgico ante la escena: me di cuenta de que había aceptado que aquella cámara rota iba a ser su último regalo a su nieto.
Luego, conduje 1.100 kilómetros hasta Baltimore en un extraño silencio, y pasé la noche con mi hermano. La mañana siguiente a que mi esposa y mi hijo embarcasen en un vuelo directo a Viena, conduje a casa para recoger a mi padre y llevarle a su cita en Hematología. El doctor le encontró tan débil que tomó la decisión de cesar las extracciones de sangre y probar con pastillas. Así que me quedé en casa solo con mi padre y mi hija. Con lo difícil que era estar separado de Gabi, en cierto modo estaba orgulloso de haber sobrevivido hasta este momento. Solo quería escribir y trabajar con mi padre en el garaje: nos habíamos lanzado con el proyecto de una Vincent que nos había caído por sorpresa al volver de Bonneville, así que el plan para este verano era construir aquella moto. A menudo me sorprendí rezando para que Dios me concediese un último verano con mi padre y un último plazo para construir una última Vincent. Mientras, los nombres de todas aquellas motos que habíamos realizado juntos iban saliendo de mi boca: Lex y Polly, Overtime Tina y Late Night Lola. Y ahora estaba rogando por otra más.
En aquellos días, Sid se mostraba nostálgico, y según iba escaseando el trabajo vi que no le entristecía ver que se terminaba el desfile de Vincents. O quizás era una forma de tristeza más complicada, endulzada con un sentimiento de orgullo por el trabajo bien hecho. Por la noche, sentado en su sillón, Sid se quedaba pensativo mientras escuchaba su música favorita: Sinatra, Orbison, K.D. Lang entre otros. Luego su mente deambulaba por el trabajo que habíamos realizado juntos durante más de doce años, y a menudo me pedía que le llevase el cuaderno en el que guardaba todas sus tareas y contabilidad. Yo iba pasando el dedo por las diferentes entradas (más de 50), deteniéndome en los registros de varias noches para recordar: la mayoría eran trabajos con Vincents, pero no todos. Por ejemplo, una vez nos metimos en resucitar una Triumph 650 chopper (cariñosamente apodada Misty). Había aceptado aquel trabajo a pesar de las objeciones de Sid y terminé haciendo la mayor parte del trabajo solo; pero hicimos que funcionase y su dueño se marchó satisfecho. A Sid le gustaba más hablar de aquella Shadow golpeada por el Buick, la Rapide que nos llenó de billetes el tarro de las galletas, de la Shadow de Peter Egan, de las Eglis o de alguna de las monocilindricas, y de tantas y tantas motos que acarrearon unas buenas dosis de trabajo muy profesional.
No es que estuviésemos totalmente ociosos, ni siquiera entonces. Siempre le estaba metiendo más trabajo a Sid; además de nuestro proyecto particular, con la Shadow, teníamos el motor de una Comet que estábamos reconstruyendo y, ya de paso, pasando de 500cc a 600cc. Mientras esperábamos que Steve Hamel nos enviara de vuelta el bloque inferior, Sid y yo empezamos a trabajar en la construcción del chasis y varios aspectos del motor.
En las siguientes dos semanas el trabajo iba bien en ambos proyectos. Me permití soñar con que antes del fin del verano Sid y yo tendríamos el monocilíndrico en el chasis de la Shadow listo para ser probado. Pensé que podríamos animar a Steve a dar prioridad al trabajo en nuestro motor si le podíamos mostrar que el chasis estaba acabado y en uso. Adelantándonos a tan agradable momento, Sid y yo montamos la transmisión y los componentes del sistema de sincronización e incluso montamos los cuatro empujadores. En breve, los diversos submontajes del motor fueron terminándose y distribuyéndose por el garaje. Rellenamos los amortiguadores, engrasamos los muelles y los volvimos a montar. Pasé a limpiar el depósito de aceite y a preparar todos los componentes de la horquilla delantera; una tarea que implicaba un serio trabajo de casquillos, juntas y rodamientos.
Después, la mañana del viernes 14 de junio abrí la puerta de la habitación de Sid y me lo encontré sentado en la cama. Dijo algo recurrente: pasé una noche horrible. Le pedí más detalles. Me dijo que se despertó para mear y que sentía que se caía. Luego se sintió aturdido y frío, con los dientes castañeteando, con todo el cuerpo temblando y que sólo quería dormir.
Una ola de terror me recorrió el cuerpo. Pero él había puesto énfasis en su petición: quería dormir. Morirte en tu propia cama a los 82, decidí entonces, era una buena forma de irte. Así que le arropé y llamé a mi hermano. David me recordó que Sid acababa de empezar con una medicación nueva. Quizás era una reacción a esas pastillas. Llamé a la clínica. Me respondieron rápido. No debería tratarse de una reacción grave. Que si no mejoraba le ingresarían, fue lo que dijo la enfermera. Salí y volví a segar el césped. Me paré para poner una lavadora. Le iba a ver periódicamente. Seguía durmiendo. Después de comer me las arreglé para sentarle. Con esa lucha supe que estaba demasiado débil como para poder mantenerle en casa.
Esperé a que un amigo volviese del trabajo y me ayudase a vestirle; le colocamos en su sillón reclinable y entonces llamamos a la ambulancia. Le ingresaron aquella misma noche. El diagnóstico inicial fue de infección en el tracto urinario. Ya las había pasado antes. El médico de urgencias parecía optimista.
Los siguientes dos días mejoró. Cuando llegó el Día del Padre había revivido hasta tal punto que me sentí cómodo invitando a Lucy a visitarle. Pedimos sándwiches a Panera y nos sentamos con Sid en su habitación. No recuerdo de qué hablamos, la típica charla intrascendente de cuando parece que has derrotado a la muerte y te imaginas que a partir de ahí fluirá la vida. Me acuerdo de que Lucy se puso a pasear con Sid por el pasillo, empujando su andador. Y después de aquello, el lunes, fui a llevar a Lucy a gimnasia cuando recibí una llamada del hospital.
Querían mi consentimiento para una cateterización de urgencia. Se temían un infarto. Les dije que sí y fui a escape para allí. Cuando me lo encontré saliendo de una prueba, se estaba ahogando pero se las arregló para pronunciar unas palabras. Dijo, “no ha ido bien”. El doctor me explicó que uno de los cuatro by-passes de su cirugía de corazón se había cerrado y que, aunque lo habían intentado, no habían sido capaces de reabrirlo.
Caminé a su lado mientras le llevaban a la unidad de cuidados de Cardiología. En ese momento me sentí sobrepasado por la sensación de que en realidad ya me había temido lo que iba a suceder aquel verano. Le había suplicado a Sid en más de una ocasión que nos mantuviéramos juntos hasta que Gabi y Vincent se hubiesen ido. Y lo había cumplido.
Volví a casa desde Baltimore y al instante volví a caer en la fantasía de que Dios me concedería otra prórroga, justo lo suficiente para seguir con nuestro trabajo. Y sucedió. Pero luego, doce días después, contemplaba a Sid en la habitación en que moriría: Habitación 333 de la unidad de cardiología del Baptist Hospital East. El último día bueno, un jueves, habíamos trabajado en el garaje con la Black Shadow. Habíamos vuelto a casa contentos de nuestra labor. Tomamos helado. Incluso vimos una película, Argo.
Había querido tener un último verano a solas con mi padre. Mi deseo se había cumplido. Lo que no sabía es que aquel último verano iba a durar exactamente doce días buenos. Noche de Reyes (la duodécima noche, Twelfth Night, en su título original) era mi comedia favorita de Shakespeare y trataba justo de este tipo de milagro. Al ser judío, hasta entonces había funcionado sin entender de verdad cómo conectaba el título de Shakespeare con el calendario católico. Cuando lo enseñaba, a menudo me olvidaba de decir a mis estudiantes que el título hace referencia a la más importante extensión de tiempo del calendario, a los doce días de Navidad; ni siquiera vi su conexión para la preparación de la Epifanía y de la temporada de carnaval. Pero sentado junto al lecho de mi padre en el hospital lo vi claro y, por vez primera, me quedé maravillado con cómo Shakespeare había escogido el título perfecto para su mejor comedia; un título que venía a colación de que la parte gozosa de este mundo siempre tiene una fecha de caducidad. La duodécima noche (La Noche de Reyes).
Doce días buenos. Eso tuvimos. Habíamos preparado todos los dispositivos internos de la Black Shadow y Sid había definido el trabajo como bueno. Habíamos esbozado ya un plan de ataque para el resto del motor.
Yo ya estaba planeando el test del motor. Corrí a casa desde el hospital para repasar el correo y descubrí un paquete de John Healy, de Coventry Spares: las piezas que necesitaríamos para la Black Shadow. Se las llevé a Sid. Él las fue revisando una por una. Cuando le pedí que las identificase se quedó callado y las palabras solo fueron saliéndole de vez en cuando para nombrar cada pieza, con su voz jadeante desde el ventilador hasta que se ahogó.
Recuperé las piezas y cuando las devolvía a su envoltorio, Sid dijo: “Hijo, vas a construir esta moto tú solo”. Reprimí el impulso de discutir con mi padre. No lo logré doce años atrás con la Vincati. Pero esta vez me quedé callado. Me quedé con la mirada fija y luego asentí.
Aquella noche me repantingué junto a la cama de Sid viendo las finales de la NBA. Séptimo partido: Heat / Spurs. Lebron y su intento de recuperar el anillo. Y en la oscuridad escuché una vez. ESTOY CANSADO DE ESTE JUEGO. No sonó como si fuese Sid. Pero la voz era la de Sid. Sonó con una rabia que no había escuchado antes. Pero no me enfadé. Dije tranquilamente: “¿Quieres que cambie de canal?”
La voz dijo: “No. Estoy cansado de este juego”. Acentuó la palabra “este”. Ernest Hemingway sentenció que si buscabas mensajes probases en Western Union. Bueno, estaba seguro de que la voz que había oído no era la de Sid. Era un mensaje que me llegaba a través de Sid informándome de la inmediata llegada del ángel de la muerte. Yo era profesor de literatura inglesa. Era un amante de Shakespeare. Sabía lo que acababa de oír.
Seguí viendo el partido. Me desperté y entonces la habitación ya estaba inundada con la luz de la mañana.
Entonces oí que Sid decía, “Voy a morir hoy”.
“Nunca lo sentí así hasta ahora”, dice Shylock en respuesta a la muerte de su hija. La maldición de los judíos. Nunca la había sentido hasta que aquel terrible suceso sacudió su hogar.
Sid me miró tranquilo.
Intenté decir las palabras, no vas a morir hoy. Pero no pude. Cuando Sid dijo que Gabi y Vincent no volverían, sí pude hablar. Dije: “Espero que te equivoques” y añadí, “lo veremos”. Me senté allí dejando que las palabras de mi padre se esfumasen, y luego le dije: “te quiero Papá”.
“Te quiero, hijo”.
Estuvo luchando con un tubo que iba de su nariz a su estomago. Finalmente se quedó dormido. Unas horas después, la enfermera decidió retirar la bacinilla de su cama. Llamó a una ayudante y empezaron a lavarle el cuerpo. Les miré atento por si precisaban ayuda. Giraron a Sid sobre un costado. Un momento después la enfermera me comentó: “Ha dejado de respirar. ¿Quiere que intentemos revivirle?”. Dije “Sí” y apretó el botón rojo y empezó la vorágine de actividad médica. No sé cómo recuperó la consciencia.
El equipo médico me indicó que me uniese a ellos. Saqué mi móvil y decidí enseñarle a Sid fotos y describírselas mientras le miraba a los ojos. Estaba alerta y totalmente consciente. Era un montaje de vídeo: fotos de Lucy y Vincent. Y mi bella esposa, Gabriela, en el aeropuerto y luego los últimos momentos que habíamos pasado juntos, gran parte de ellos con él.
Momentos después quedó inconsciente y luego me instalé a su lado para el viaje definitivo, un asunto silencioso y suave con el monitor cardíaco mostrando ondulaciones suaves durante aquella noche y el día siguiente.
Llegó una nueva enfermera, en el siguiente turno, para correr las cortinas y hacer que la luz del sol inundase la habitación. “Tiene un corazón fuerte”, dijo, “ este Mr. Sidney lo tiene, es un pájaro viejo y robusto”. Me trasladó su apoyo y prosiguió con optimismo insistiendo – después de que yo le preguntase si le gustaba su trabajo – en que ella se veía dotada para ello y consideraba un honor y se veía realizada acompañando a los que se iban con tanto amor y compasión como el que ella era capaz de aportar. Circuló por la habitación, limpiando y llevando a cabo una breve evaluación de la salud del paciente.
Después, una vez que ya se había ganado mi confianza, le dije que quería irme y comer algo. También necesitaba un rato para prepararme. Lo primero de todo era que necesitaba hablar con mi exmujer y hacerle saber que necesitaba que Lucy estuviera preparada para pasar un tiempo conmigo sola, en su antigua casa, de modo que pudiese compartir la noticia con ella.
La enfermera me dijo que me fuese y no me preocupara. Dijo que Sid tenía un corazón fuerte y que a veces quedaban inconscientes y que a veces permanecían en ese umbral durante días. Al final el corazón empezaría a latir de modo irregular. Cuando empezara a ralentizarse me llamaría. Que no me preocupase.
Así que me fui. Me fui a casa y me duché, comí y me tumbé en la antigua cama de Lucy. En breve tendría que deshacerme de la cama de mi padre. Mi esposa y mi hijo estaban en Eslovaquia, quizás indefinidamente. En aquel momento la cama de Lucy me pareció el mejor sitio para echar una siesta.
Después de un rato durmiendo, leí el periódico local y me topé con el anuncio de la feria de verano de St. Albert’s. Normalmente a Lucy le encantaba ir, por las atracciones y los juegos: tiovivos, norias, algodón de azúcar y juguetes. Y era esa misma noche.
Volví al hospital para descubrir que el estado de Sid no había variado. Me senté junto a él durante horas mientras los amigos iban y venían: Jameson, que había construido los bancos de trabajo de Sid; Rob, Jessica, Scott, todo el equipo de Bonneville. Me había llevado la agenda de direcciones de Sid. Iba haciendo llamadas y sujetándole el teléfono al oído de Sid de modo que familia y amigos pudiesen despedirse de él.
Al final guardé el librito porque ya no se me ocurría nadie al que necesitase llamar. Así que volví a salir, esta vez para cenar rápido y volver y encontrarme a Logan sentado junto a Sid. Esta vez, cuando nos levantamos para irnos y echar un pitillo, la enfermera nos dijo que nos quedásemos cerca.
Así que, sabiendo lo que sabíamos, dimos un paseíto por el parque más próximo, en silencio, sumidos en nuestros propios pensamientos. Quizás 15 minutos después, recibí la llamada.
Los personajes se mueren en las obras de Shakespeare, pero no así. En Macbeth, un valiente soldado solicita atención médica después de darnos los detalles clave para entender la trama. Pero no perdemos el tiempo viendo al cirujano vendar al hombre. Aun así, de algún modo Shakespeare seguía sirviéndome de guía. En Shakespeare los fantasmas nos visitan para decirnos que se acerca el momento de la muerte (el padre de Hamlet indirectamente, Julio Cesar de modo explícito y, Macbeth de un modo burlón). Y me di cuenta allí sentado, sujetando su mano, que acababa de estar con un fantasma; aquella voz que salió del cuerpo de Sid mientras miraba las imágenes de un partido aburrido en la tele.
Pero en Shakespeare ningún hijo se sienta en una habitación de hospital y ve cómo las enfermeras recuerdan después de recolocar al paciente ya inconsciente que aun necesitan bañarle con la esponja. Solo entonces me ofrecí a ayudar y mientras sujetaba a Sid en mis brazos, pensé en cómo la fantástica estructura del amor me había mostrado su capacidad de dar dentelladas; de hecho había dejado su marca tatuada en mi cerebro. Mientras le veía perder el pulso, solo podía desear que la fantasía que había elaborado a cambio de la muerte de Sid fueran la misericordia, la paz y el amor que tanto había perseguido.
Lucy estaba delante de mí en la habitación frontal de su antigua casa. En un instante en que parecía que no hubiese más personas en la Tierra, le dije: “Abuelito ha muerto hoy”
Nos abrazamos y escuché como me musitaba al oído que su abuelito no iba a volver a casa y que no volvería a hablar con él.
Cuando paramos de llorar le sugerí que fuésemos a la feria. Estuvimos de acuerdo en que abuelito hubiese querido que fuésemos. Fuimos a la feria nocturna y montamos en las atracciones y comimos buñuelos. Sorprendentemente, Lucy incluso ganó un pez. Aquella noche brotó en mi una calma bienhechora, un sentimiento que parecía casar bien con la felicidad de una noche de juegos de verano. Y después, cuando llevé a la nieta de Sid de vuelta con su madre, conduje sabiendo que todo saldría bien.
La puerta del garaje se abre. Dentro están las Vincents.
No la Meteor de Sid. Vendida.
Tampoco la Black Shadow de Big Sid. Sid me había dicho que la construiría yo y así lo hice. Tiempo después vi cómo la otorgaban de un golpe de martillo en Las Vegas en la subasta de 2016 de Bonham. Escuché al subastador decir: “Todos sabemos por qué estamos pujando por ésta. Su asociación con la familia y la perfección de la máquina”. Segundos después ya había volado; la quinta venta más alta registrada aquel fin de semana.
Pero a día de hoy, para Vincent, en este garaje hay tres motos que admirar: la Vincati, mi Shadow y Tina.
“Vincent”, le dije, “todas estas motos las construyó tu abuelo”.
Y entonces, igual que había hecho años atrás con Lucy, le ayudé a subirse para su primer paseo en una Vincent, mi Shadow.